NINGUNA NECESIDAD en ABC
"La oscuridad cotidiana"
JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS - ABC (ABCD) - 15/07/06
"La oscuridad cotidiana tiene partes significativas e iluminadoras, leyó en alguna parte..." (página 68). Tal frase podría funcionar como emblema de esta excelente novela, la segunda del extremeño Julián Rodríguez, joven escritor nacido en 1968 al que han bastado tres libros, los que tiene hasta ahora publicados, para ocupar un lugar definido en la narrativa española. Definido y claro, porque escribe diferente a otros, tiene estilo propio y un talento poco común para dar relieve a lo que parece insignificante o puede pasar inadvertido, pero que su retina retiene con un carácter aparentemente desabrido, aunque poderosamente cuidado para significar mucho más de lo que dice.
Mundos encerrados
En un sentido que va más allá del fraseológico, la actitud de Julián Rodríguez es la misma que sostiene un poeta: la iluminación de perspectivas inéditas en su mirada sobre la realidad. Pero no crea el lector que la asimilación que hago al numen poético tiene que ver con rasgos de prosa brillante o de densidad de las imágenes. No. Si un rasgo destaca de su estilo es la sobriedad. Casi se diría que la economía verbal preside toda su narración. Nada parece ser aquí palabra vana. Es una novela corta administrada con cuidado para decir mucho en poco espacio, con varios mundos encerrados en sus elipsis.
Precisamente es la elipsis la figura que mejor caracteriza una novela que parece discurrir sin que pase nada sorprendente, y que conforme avanza va mostrando a los lectores cuánto tiene metido en sus pliegues, en los conflictos sugeridos, de situaciones generacionales, de diferencias de tiempo y de clase social. En poco más de cien páginas, dispuestas en cincuenta breves capítulos, hemos asistido al cambio generacional desde unos padres campesinos que fueron emigrantes a Francia hasta este personaje protagonista, situado en una contemporaneidad que se ha desclasado por un ascenso social y una caída amorosa.
La novela adopta la estructura de los siete días de la semana, como si fueran los siete que le han concedido al Muerto, el que luego sabremos mejor amigo del protagonista, a quien un cáncer ha desahuciado. El protagonista, en una fuga de la angustia por el final del amigo, emprende un viaje, que lo lleva durante siete días por escenarios de Portugal, en el que rememora experiencias de la vida familiar y de la propia, que va mezclando con vivencias del presente y con proyecciones futuras. De esa forma esta novela se propone como la memoria de un tiempo aplazado, ganado a una muerte segura, que finalmente se abraza como destino. El Muerto acabará siendo también quien lo postula así.
Aquello que falta
Pero no crean mis lectores que todo esto que les cuento lo ha ofrecido la novela de forma lineal. Aquello que les resumo está ahí, pero en su mayor parte se cuenta de forma elidida, obligando al lector a poner de su parte aquello que falta, lo que por cierto hace sin demasiado esfuerzo, porque el autor ofrece pautas y claves expresivas, hasta hacer incluso en el poema reproducido en el capítulo 35, o en las frases tomadas después de Maximo Cacciari, un ejercicio de autopoética, dándonos el mapa de su territorio.
Esta novela resulta ser una formidable pausa, un tiempo retenido, para desplegar en el tapiz de su deambulación por espacios y tiempos, una perspectiva desengañada, como si fuese la de un Mersault de nuestros días. Aunque el que se descubre inicialmente como maestro sea Pavese, el protagonista de esta novela me ha recordado a Mersault, el antihéroe de El extranjero, de Camus, por el ejercicio de un existencialismo vital, que toda la novela ejecuta desde la idea de alienación, de extrañamiento. Pero incorpora a ese modelo algo nuevo que me parece crucial: el ejercicio indagatorio sobre el lenguaje, la pregunta a las palabras sobre lo que dicen y lo que callan. El existencialismo de Julián Rodríguez es ya otro que el de Pavese o Camus, porque se ha producido la sospecha sobre el lenguaje, sobre las trampas de lo que creemos decir cuando decimos, o de lo que creíamos nuestro cuando callábamos.
Territorio de la soledad
El fenómeno que la novela va poniendo de relieve es lo mucho que esconde cada gesto, cada situación cotidiana, que resulta, si la miras de una determinada forma, significativa. Detrás de cada menudencia se esconden, si sabemos distanciarnos lo suficiente, todas la mentiras desapercibidas y verdades no dichas. En el calibrado de tal distancia, el protagonista está siendo narrado conforme va desautomatizando las experiencias, precisamente porque su mirada sobre ellas las ha enajenado. Esa distancia parece inicialmente hija del descreimiento, del desapego, pero va adentrándose paulatinamente en el territorio de la soledad. Lo que comenzaba siendo cinismo se convierte en elegía, y lo desabrido alcanza a cifrar su razón sentimental de forma desoladora.Lo que me parece mejor es que Julián Rodríguez haya sido capaz de darnos tanto en tan poco, con una maestría que se ejecuta en la economía de la significación, apoyado en una docena de intertextualidades de la canción, la poesía o el cine, pero incluso para elegirlas ha sido parco e intenso. Tal intensidad suele ser rara en la novela, por lo que el lector la cierra con la misma gratitud que siente hacia aquellos buenos poemas capaces de ofrecer la cifra de un sentido en un puñado de versos, aquí de páginas. No dejen de leer esta novela de quien, si continúa escribiendo con tanto cuidado, habrá de situarse entre los mejores narradores españoles. Ya lo es, sin duda, dentro de su generación.