LO IMPROBABLE en TRIBUNA DE CUENCA
"Huidas y naufragios"
JUAN RAMÓN MANSILLA - Tribuna de Cuenca - 29/10/2001
¿Qué queda de nosotros en nosotros mismos? El verano es un buen momento para marchar y averiguarlo. Lo malo es caminar hacia delante mirando siempre atrás, hacia un pasado que vigila, amenaza y espera, que ha inoculado en el organismo el virus del vencimiento. Enfrente, una senda donde, junto a la esperanza, habita el miedo. Algo así como les ocurre a los personajes que Julián Rodríguez diseña en Lo improbable. Seres apresados por el síndrome de Eurídice, por el vértigo de la mujer de Lot. Huir y naufragar, permanecer y naufragar. ¿Tan terco es el destino?: «Nadie entendía por qué viajaba solo. Ni él mismo. Las excusas. Podía hacer una lista con ellas: Para ordenar mis pensamientos. Para alejarme de los últimos meses. Para cambiar de vida.» Estas palabras enmarcan bien las circunstancias de Rosana, Claudio, Idoia, Teresa y Marino. Tan bien como las citas (de Baroja, de Ceronetti, de Beckett) que prologan los tres capítulos de la novela o la de Paul Léautaud que principia el libro: «Soy de la misma opinión que Dante, y no comparto la de Stendhal ni la de Mérimée, que decían ser siempre felices: los recuerdos de las cosas felices envenenan la vida cuando éstas ya no se pueden tener. El amor, por ejemplo.»
El amor, por ejemplo, que como esa pulsión básica que es, constituye el carrusel en el que giran y giran los actores de Lo improbable. O su reverso, el desamor, con una intensidad paralela.
Unas casas y unas calles en Inglaterra, Italia, Francia, Andorra, España. Un hotel en Portugal. Tal es el paisaje. Vidas corrientes, ilusiones corrientes, angustias corrientes. Vidas centrífugas que, contradictoriamente, vuelven su voluntad al centro del que se apartan. Nada heroico, pero aún así se dirían tocados por el pathos de la tragedia griega. Por un designio terrenal de ser los restos de su propio naufragio.
Con estos mimbres Julián Rodríguez urde una novela ágil y desasosegante, construida como un puzzle y resuelta, a través de fragmentos, mediante una técnica de patchwork. Una novela donde lo improbable es lo probable cotidiano y la existencia deviene conciencia. Al lector, cierto, puede quedarle una sensación de inquietud: páginas tras páginas aguardando que algo suceda para al final, he aquí ese sentido trágico del que hablaba, darse de bruces con la inacción. El vértigo como protagonista.
Pero en medio de la vorágine, la necesidad de un asidero. Un ascua candente que cobra la forma de una figura innominada, «Él», único personaje que ejerce una atracción centrípeta entre todos los del libro; que, además de armar en torno suyo el argumento, estructura técnicamente la obra. Y junto a «Él», la constante presencia de los versos del poema «Miedo» de Raymond Carver, o la posición, físicamente central, del poema «Happy Few» de Joan Vinyoli. La poesía vertebrando el relato, cuestionando la división de los géneros, ofreciendo un nivel superior de referencias, trascendido quizá pero nunca desconectado de la realidad de unos seres que, en buena medida, se espejan en las parejas de gansos salvajes del Canadá, volando «sin rumbo, a la desesperada. Para encontrar la muerte.» Personas que, parafraseando Lo improbable, todo lo que tienen por compañía son las dos mitades de su corazón.
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